La vida de Nuvia Pacheco no se mide en años, sino en batallas. Nació entre cafetales y creció cuidando hermanos, cruzando cerros a lomos de un burro para estudiar. A los 19 años dejó atrás su tierra, huyendo de la violencia con más recuerdos que pertenencias. En Colombia, volvió a comenzar desde cero. Trabajó, crió, soñó… y hasta reconstruyó su casa después de que las llamas casi la borraran del mapa. Esta es la historia de una mujer que, aún en las ruinas, supo florecer
Raíces andinas
El alba despierta en El Vigía con un halo dorado que tiñe los tejados de teja rojiza. Allí, entre montañas que rasgan el cielo, nació y creció Nuvia Pacheco, hija de campesinos dedicados al cultivo de café y hortalizas. Su piel, tersa y morena, llevaba el brillo del rocío; sus ojos, hondos y curiosos, reflejaban la vastedad del páramo.

Cada mañana, antes de los siete años, corría descalza por el sendero que conducía al potrero, donde recolectaba y alimentaba al ganado junto a su padre.
El lenguaje corporal de Nuvia era un poema de gestos amplios: al narrar su niñez, extiende las manos como si embelleciera el aire con granos de café imaginarios; su voz, aún impregnada de ese suave acento andino, sube y baja con la cadencia de un río.
“Recuerdo el aroma del café tostándose en el fogón, y el canto de las tórtolas al caer la tarde”, rememora, mientras su sonrisa viaja hacia un pasado sin sombras. “Éramos niños libres, hasta que la violencia empezó a rondar nuestras casas”.
Sus recuerdos del hogar de adobe cobran vida en cada frase: el murmullo de las hojas de eucalipto, el crujir del suelo de tierra apisonada , ella se convirtió en guardiana de sus dos hermanitos: los arrullaba bajo una hamaca de hilo y les cantaba canciones heredadas del llano. Sus pasos, aún pequeños, hacían eco en el suelo de tierra roja cuando corría hacia el potrero para soltar al ganado. Aquella infancia libre, tejida de risas y juegos, se esfumó de un soplo cuando la violencia empezó a teñir de miedo cada rincón de aquel hogar
La travesía del conocimiento
De los montes andinos a los salones humildes de una escuela rural: allí cursó sus estudios primarios en Venezuela. No hubo universidad en su destino; la necesidad impidió continuar en un aula formal, pero despertó en ella una sed insaciable de preguntas.
Cada mañana, Nuvia emprendía un trayecto que combinaba pie y burro: dos horas de ascenso por laderas empinadas, donde el viento susurraba secretos antiguos. Convenció a sus padres de prestarle ayuda con un solo burro, al que llamó “Pancho”, y caminaba los últimos kilómetros hasta la escuela de vigía.
“No tenía cuadernos propios; usaba hojas arrancadas y lápices prestados”, confiesa. “Aprendí a valorar cada palabra, porque cada una costaba un esfuerzo”.
En ese tiempo, su cuerpo creció fuerte: las pantorrillas se hicieron firmes, la espalda se enderezó y las manos, curtidas por empuñar riendas y porteadoras de libros improvisados, reflejaban el afán de quien sabe que la educación es un tesoro.
El entorno de la escuela era austero: pupitres de madera gastada, pizarras cubiertas de polvo, y un único maestro que, con voz ronca, impartía clases de matemática y literatura. Nuvia absorbía cada lección como quien recoge agua de lluvia en un cántaro.
“Pasaba noches en cuartos prestados; a veces me ofrecían una cama, otras solo un rincón en el suelo”
Exilio y adaptación en Mahates
El conflicto armado no tardó en cercar su vereda. A los 19 años, tomada de la mano de sus hermanos, cruzó el río Táchira y llegó a Mahates, Bolívar, en Colombia. El calor tropical le recibió con una brisa cargada de humedad y el aroma salobre del cercano Magdalena.
La mudanza significó renunciar a una patria, pero ganó caminos nuevos. Vivió en casas prestadas por familias costeñas, donde el aliento del guandú y el plato de arroz con coco se convirtieron en costumbre. Se adaptó a un español salpicado de “voseo” y “chevere”, encontró un trabajo vendiendo arepas y jugos naturales en la plaza y, por las noches, acudía a un aula comunitaria donde le enseñaban mecanografía.

“mahetes era diferente, claro era otro país”, bromea. “Pero no se sentía tan diferente a donde crecí”.
Su dicción cambió ligeramente: el cantar andino cedió espacio a la dulce melódica costeña, pero el temple de su voz conservó esa firmeza aprendida en el páramo.
La casa en Mahates, pintada de azul almendra, tenía un patio con un viejo árbol de mango bajo el cual a veces recostaba sus codos para estudiar letras impresas en folletos donados. Aquellos momentos de lectura al atardecer le recordaban a su madre,
“siempre quiso que yo tuviera más que ella, es lo que todas las mamas quieren”.
El incendio y sus cenizas
Sin embargo, era una noche sin luna cuando un artefacto incendiario alcanzó su casa. El estruendo despertó a toda la cuadra. Nuvia corría por el pasillo, descalza, guiada por los gritos de sus hijos. Un artefacto improvisado impactó contra la fachada de su casa: vidrios estallaron, el techo de zinc vibró y las paredes temblaron. el humo, espeso como la niebla andina, le quemó la garganta. Nuvia cayó de la cama con un dolor punzante en la mano derecha que hasta ese momento no había notado que estaba ensangrentada
“Sentí un frío que me atravesó”, describe con voz entre cortada. “Corrí hacia la puerta, el fuego ya estaba en todas partes; mis muebles, mis libros, mis recuerdos.”
La narración se vuelve un canto de agonía: sus pasos resonaron contra el piso de baldosa mientras sacaba a sus dos hijos con los ojos desorbitados. El humo era un telón gris que cegaba; tuvo que tantear con la mano izquierda la salida como pudo al borde del desmayo.
Al amanecer, el barrio entero se congregó alrededor de los restos calcinados. Lo que quedó fue un esqueleto de láminas torcidas, puertas ajadas y paredes ennegrecidas.
“Perdí gran parte de mi hogar, todo lo que construí”, musita, con la mirada perdida mientras que en sus ojos casi se pueden ver las imágenes de ese momento que si de una película se tratase. “Pero cuando vi a mis hijos ilesos, supe que aún tenía que seguir.”

Las huellas de aquel episodio quedaron impresas en sus gestos: la resiliencia con la que narra aquellos recuerdos, su ceño se frunce recordando lo perdido; al hablar de la reconstrucción, sus hombros se alzan con un temple desafiante.
El amor de madre y el camino universitario
Nuvia no solo levantó paredes: también sembró futuro. Sus dos hijos, criados entre sacrificios y enseñanzas sencillas, hoy cursan estudios universitarios en Cartagena. Para permitirles ese paso, dejó Mahates y se mudó a la ciudad, llevando consigo el equipaje de la lucha.
“Si mis padres me dieron todo lo que pudieron, yo no podía hacer menos por mis hijos”, afirma con orgullo. “Nada me hace más feliz que verlos entrar a una universidad con la frente en alto.”
En Cartagena, con unas tijeras prestadas, retazos donados y una vieja máquina que le regalaron, comenzó a ofrecer arreglos básicos a sus vecinas: dobladillos, botones sueltos, uniformes escolares. Pronto su trabajo comenzó a ser reconocido por su prolijidad y dedicación, y con cada puntada, tejía también su nueva vida.

“Desde niña veía a mi abuela sentada frente a la máquina, arreglando la ropa de toda la familia”, recuerda. “Nunca pensé que eso me ayudaría a sobrevivir en otro país”.
Vivía en una habitación alquilada, con paredes delgadas y poco mobiliario, pero el corazón rebosante de propósito. Cada matrícula pagada, cada uniforme planchado, era un acto de amor.
“Me tocó renunciar a muchas cosas para que ellos no renunciaran a sus sueños.”
Sus gestos, al hablar de sus hijos, se suavizan: la dureza de sus manos se convierte en caricia, y su mirada se ilumina con un brillo que ninguna adversidad ha podido apagar.
Hilos de lucha: el taller de Nuvia y su hija
Con los años, y gracias al impulso de su hija mayor, Nuvia convirtió su habilidad para la costura en un pequeño taller familiar. En una esquina de su casa, donde antes sólo había escombros, ahora se oyen las puntadas de una máquina y las risas compartidas.
“Empezamos haciendo arreglos y vestidos sencillos”, cuenta su hija. “Hoy ya vendemos bolsos, uniformes escolares y hasta trajes para fiestas”.
Ese emprendimiento no solo les ha permitido salir adelante económicamente, sino también tejer un vínculo más fuerte entre madre e hija, cosido con hilos de esperanza y constancia.
Reconstrucción y esperanza
Aunque el fuego devoró su casa, no logró consumir su voluntad. Con apoyo de algunos vecinos, trabajos informales y ahorro paciente, Nuvia logró reconstruir gran parte de su hogar. Levantó muros nuevos, tejió nuevamente sus cortinas, y volvió a colgar fotos familiares en una sala sencilla, pero llena de dignidad.

No tengo lujos, pero tengo lo esencial: un techo y a mi familia”, dice mientras sonríe con amor.