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Hugo Campos: El “agregado” que surgió del polvo

Créditos
Michelle Gamarra, estudiante del Programa de Comunicación Social
Hugo, Liliana y sus dos hijos, Valentina y Matías. // Foto: Cortesía de Hugo Campo
Hugo, Liliana y sus dos hijos, Valentina y Matías. // Foto: Cortesía de Hugo Campo

La primera vez que vio un carro, Hugo tenía catorce años y acababa de bajar de la montaña. Nunca había visto uno. No sabía que existían ni que el mundo estaba lleno de cosas que rodaban. Iba en un bote con motor fuera de borda o Johnson, junto a su tía Roquelina —la mujer que lo crió junto con su abuela—, rumbo al pueblo de Magangué, en el sur de Bolívar. Lo que vio allí lo dejó sin palabras: una máquina brillante, firme, poderosa. Un carro. Fue como ver un animal mitológico en plena calle. Ese día entendió que existía “otro mundo”.

Hasta entonces, su vida se había desarrollado entre monte, barro y leña. Nunca había salido de su entorno rural. Dormía en una casa humilde, donde lo llamaban “el agregado”, ese término cruel que en los pueblos designa al que no pertenece del todo, al que no tiene padres presentes ni un espacio legítimo en la casa. Sin embargo, Hugo se hacía notar. Ayudaba en todo lo que podía: cargaba agua, recogía leña, caminaba desde la vereda Aventura hasta el pueblo de Pinillos para hacer mandados. Sin saberlo, se ganaba el cariño de la gente a punta de voluntad.

Criado entre ausencias, forjado desde el polvo

 

Su historia comenzó literalmente en un carnaval. Su madre, María Antonia Méndez, y su padre, Justiniano Campo Chávez, se conocieron una noche de fiesta en Tiquisio —entonces corregimiento de Pinillos—. No hubo amor, solo un encuentro fugaz. María Antonia, que ya tenía una hija de otro hombre ausente, vivía de hacer aseo en casas ajenas. Cuando se enteró de que estaba embarazada de Hugo, la preocupación la desbordó, puesto que, al decirle a Justiniano, este la rechazó completamente, dejándole toda la responsabilidad a ella sola.

Fue la abuela paterna, María del Socorro Chávez, una mujer de carácter fuerte, quien la acogió con ocho meses de embarazo y la acompañó hasta el nacimiento del niño. Pocos meses después, la madre se fue para siempre. Hugo nunca conoció a su familia materna. Fue criado por su abuela, su tía Roquelina y la vida.

Cursando tercero de primaria en Tiquisio. // Foto: Cortesía de Hugo Campo

A los siete años lo llevaron a vivir a una finca cerca de Dos Bocas, una vereda enclavada en la montaña. Allí permaneció hasta los catorce, cuando salió por primera vez rumbo a Cartagena.

A su padre lo vio apenas tres veces en la vida. La primera, cuando su abuela lo llevó a conocerlo y a los días, este lo mandó a buscar agua en un río crecido. Tenía nueve años y casi muere ahogado, además la corriente se llevó la jarra donde debía traer el agua. Al volver, en lugar de compasión, recibió una golpiza tan brutal que un hombre a caballo tuvo que intervenir. La segunda vez fue a los doce, cuando su padre lo llevó a una reunión religiosa donde le dieron una Biblia, una revista y un libro titulado “Viva para siempre en el paraíso”. La tercera vez fue a los dieciocho. Hugo necesitaba ayuda para regresar a Cartagena, pero su padre, pese a ser un hombre de negocios, le negó la entrada a su casa y no le dio ni un peso. Nunca más lo volvió a ver.

Ese mismo día, conoció a su madre por primera vez. Fue su único encuentro. Se abrazaron y, según Hugo, “fue la primera vez que sentí lo que era un abrazo de amor verdadero”. Lloraron juntos. Y fue ella, María Antonia Méndez, quien prestó el dinero y se endeudó para que Hugo pudiera volver a Cartagena, demostrando que una madre puede dar hasta lo que no tiene.

Ambos padres murieron incluso antes de cumplir 45 años, Justiniano murió de un paro cardiaco y María Antonia Méndez murió de cáncer.

De la finca a la calle

 

Después de que vendieran la finca, su tía Roquelina se lo llevó a Cartagena junto con sus hijos. Pero la ciudad no lo recibió de la mejor manera, ya que, a los tres días de haber llegado, ella lo abofeteó con tanta fuerza que le “enterró los dientes en los labios” menciona con una expresión de dolor y ese mismo día, Hugo decidió irse. “Yo siempre pagaba los platos rotos”, recuerda.

Se fue a vivir a la calle. Primero, al Parque Centenario, donde pasó cerca de seis meses como vendedor ambulante. Cuando no estaba en el mercado cargando bolsas y haciendo viajes, ayudaba a vender paletas, chitos o galletas en la bomba del Amparo. “Era un joven sano, pero corroncho”, dice entre risas.

Un señor le dijo que en Crespo había un campamento donde se almacenaban tubos del acueducto que estaban construyendo. Allí conoció a otros jóvenes de Tiquisio que vivían en las lomas de Petare, una invasión en las faldas del cerro La Popa. Se mudó con ellos. Uno de esos amigos lo llevó a Bocagrande, donde empezó a trabajar en un restaurante, sin nómina, porque apenas tenía 16 años.

“Una vez escuché mal”, cuenta Hugo entre risas. “Alguien me dijo que estaban buscando a alguien en una pizzería. Yo pensé que era una tapicería. Pero igual fui.” Así llegó a Margarita, una reconocida pizzería en Bocagrande. Comenzó lavando platos y haciendo aseo, luego fue pizzero, y con el tiempo llegó a ser jefe de cocina. Lo hizo tan bien que lo dejaron permanente, aunque al comienzo solo había sido contratado para los fines de semana. Aprendió a hacer pizzas, a manejar el horno y a asumir responsabilidades. A los catorce años ya cargaba bultos de cien libras y se levantaba a las cuatro de la mañana, así que a los dieciséis cuando empezó a trabajar en el restaurante, se le hizo un trabajo sencillo. Así comenzó su reconstrucción.

No sabía su fecha de cumpleaños

 

Un detalle resume su vida: no supo su fecha de nacimiento hasta los 18 años. Nadie la celebraba, y él nunca se había preocupado por saberla. Solo el registro civil tenía esa información.

Volvió a Magangué una sola vez, solo para buscar ese documento y poder sacar su cédula. Necesitaba trabajar legalmente en la pizzería donde ya había empezado a hacerse un lugar. Fue una travesía, y aun así hubo confusión: el papel decía 30 de noviembre, pero su madre, cuando finalmente la conoció, le aseguró que fue el 27. Él se quedó con la fecha oficial.

“Solo sé que aparecí”, dice. Una frase que repite con naturalidad. Se siente como alguien que surgió del polvo, sin un origen definido, moldeado solo por la vida.

Ni siquiera recuerda bien otras fechas. Durante la entrevista le pregunté cuándo era su aniversario y tuvo que llamar a su esposa Liliana para confirmarlo… se enteró de que era en tres días: el 14 de abril.

Durante años, Hugo no estudió. A los 27 aún cursaba tercero de primaria. No por falta de inteligencia, sino por falta de oportunidades. Todo cambió cuando conoció a una mujer que vio en él un gran potencial. A pesar de no haber pasado por un aula formal, siempre fue noble, respetuoso y educado. Ella lo invitó a una conferencia de superación personal dictada por un comunicador social cartagenero, el cual recomendó el libro “Piense y hágase rico” de Napoleón Gil. Al leerlo, Hugo sintió la necesidad de transformar su vida.

A los 28 años retomó los estudios. En un colegio nocturno del barrio Olaya le hicieron una prueba y lo pasaron directamente a quinto grado. Luego terminó el bachillerato y entró a la universidad.

Estudió Artes y se graduó. Entre 1997 y 1999 fue reconocido como uno de los diez mejores pintores de la Costa Caribe. Sus obras se exhibieron en galerías y su nombre empezó a sonar. Pero el arte no le daba estabilidad. “Era pura farándula”, dice. “Mucha exposición, pero poca seguridad económica.” Así que volvió a reinventarse.

Recortes de noticias de su época artística. // Foto: Cortesía de Hugo Campo

Estudió Administración Pública, trabajó en proyectos sociales, enseñó, se involucró en política y se convirtió en un asesor respetado en Cartagena, llegando a trabajar con la Alcaldía de Arjona y la de Arroyo Hondo, y entre otros políticos y alcaldes.

Lo que el arte le dejó fue su relación con Liliana, a quien conoció cuando estaba en quinto semestre y ella apenas iba en primero.

La familia y la lucha diaria

 

“No soñaba con casarme ni con tener hijos, pero la vida me cambió los planes”, dice Hugo, con una certeza tranquila. “Era desordenado, no tenía un concepto claro de familia. Como no la tuve, no era algo fundamental para mí.” Creció sin figuras parentales estables, sin ese modelo cotidiano de hogar, y durante muchos años pensó que eso simplemente no era para él.

Pero entonces llegó Liliana. La conoció hace 34 años, aunque solo se casaron hace cinco. Su historia de amor no fue inmediata ni convencional: fue una de esas que maduran con los años, sin apuros, construida con paciencia y respeto. Con ella, Hugo encontró algo que nunca había tenido: un hogar. Juntos tuvieron a Valentina, su primera hija, quien se convirtió en su centro, su impulso, y en la mejor escuela sobre lo que realmente significa ser padre. Años después nació Matías, su segundo hijo, y fue entonces cuando Hugo comprendió con claridad que sus hijos no solo necesitaban amor, sino también estabilidad, estructura, una familia que les diera raíces. Fue ese momento el que lo hizo aterrizar: la vida que nunca tuvo, ahora la estaba construyendo para otros.

Además, asumió la crianza de otro hijo, Harris, fruto de una relación anterior con una mujer que terminó presa en Europa. Ella cambió de identidad, se fue a Brasil, luego regresó a Europa… y Hugo se quedó. Eligió quedarse. Eligió ser padre, incluso sin manuales, incluso sin haber tenido uno.

“Uno aprende a cuidar cuando alguien depende de ti, aunque no sepas cómo”, dice. Y ese aprendizaje marcó un antes y un después en su vida. Ser esposo, ser padre, le dio estructura, le dio propósito. “La familia me salvó del desorden”, confiesa. “Me ancló.”

Hoy, Hugo sigue trabajando en proyectos sociales. Ya no hace política de forma directa, pero asesora con convicción. Enseña a otros cómo organizarse, cómo transformar sus comunidades desde adentro, cómo hacer que los recursos lleguen a donde deben. No lo mueve el dinero; lo mueve la gratitud. “La calidad humana que encontré en el camino, eso es lo que me impulsa. Esa gente que me tendió la mano cuando no tenía nada… ahora yo hago lo mismo.”

Una vida que pudo ser otra… pero eligió ser esta

 

Si algo lamenta Hugo Campos, es no haber tenido una guía en sus años más cruciales. Entre los 18 y los 28, ganaba dinero, pero lo derrochaba en fiestas, turismo, compras impulsivas. “No sabía qué hacer con la plata”, dice con honestidad. “Pude haber vivido mejor, si tan solo alguien me hubiera orientado.” A veces mira hacia atrás y se pregunta cómo habría sido su vida si, en lugar de improvisarla, la hubiera podido planear.

“Le digo a mi esposa que yo vengo del polvo”, repite con frecuencia. “No fui planeado. Nací por accidente, en un carnaval, en una noche sin nombre.” Y, sin embargo, desde ese polvo, desde esa nada, levantó una existencia con sentido. Su historia no comenzó bien, pero ha sabido construirle un rumbo.

Hoy, Hugo Campos es muchas cosas: catedrático, asesor en proyectos sociales, artista, esposo, padre. Es la memoria viva de un país que suele olvidarse de sus niños más vulnerables. Pero también es prueba de que, incluso desde la calle, desde la pobreza, desde la guerra silenciosa de sobrevivir, se puede levantar la mirada, hacerse preguntas, y caminar hacia adelante.

“Yo vengo de un submundo lleno de dificultades, de desigualdades, de pobreza”, dice. “Pero la vida me enseñó que las cosas se pueden mejorar. Aprendí eso en la calle, en la lucha diaria, en la guerra de todos los días. Me costó, pero entendí que podía vivir mejor. Y que no basta con sobrevivir… hay que aprender a vivir con dignidad”.

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