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El sabor de la resiliencia: La historia de Juancho, el heladero de Turbaco

Créditos
Isabella Mass e Isabella Romero
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Tengo recuerdos de mi infancia, cuando tenía tan solo 5 años o incluso menos. Cada vez que escuchaba una campana, corría hacia la puerta para esperar el carrito de helados, que ofrecía una variedad de delicias. Había chococonos, paletas Aloha para refrescar los calurosos días en nuestro pueblo; pero mi favorito era el helado, ya sea en cono o vaso, con una amplia gama de sabores que incluían brownie, chispitas, macadamia, vainilla y muchos más. A pesar de mudarme 4 veces en el mismo municipio, seguía encontrando al carrito de la felicidad, como si recorriera todos los rincones.

El carisma de «Juancho» siempre fue bienvenido en los hogares de La Granja. Tanto en días lluviosos como soleados, solíamos reunirnos en mi terraza para compartir momentos con mi papá, y ocasionalmente disfrutar de una cervecita. En nuestros cumpleaños, era tradición que nos regalara un vaso de helado, y al día siguiente pasaba por su deliciosa rebanada de torta. Durante prácticamente toda una vida, tuvimos la curiosidad de conocer su historia, y finalmente, se logró.

Un lunes a las 7:30 de la mañana, Juancho llegó a mi casa para que lo acompañáramos en un viaje para visitar su hogar. Los nervios y la curiosidad estaban a flor de piel. Viajamos en un motocarro junto a mi compañera de la universidad, pasando por barrios de Turbaco que nunca habíamos explorado, a pesar de ser locales. Todo parecía tranquilo, pero al tomar un giro, nos dimos cuenta de su realidad. Una trocha no muy larga, llena de piedras y rodeada de arbustos marcaba el camino. Llenas de asombro, no teníamos idea de a dónde nos dirigíamos, pero no estábamos lejos de un grupo de casas, y la suya estaba entre las primeras. Bajamos de la moto, observamos el entorno y saludamos a sus mascotas.

En esa mañana cálida en el barrio «Villa Maira» de Turbaco, Bolívar, fue cuando nos sentamos a conversar en la sala de la casa de William Cárdenas Ramírez, más conocido como “Juancho”. No tiene un trasfondo su apodo, simplemente le gustaba que lo llamaran así. Es un hombre que forjó su vida entre helados y esfuerzo, su historia es un testimonio de resiliencia, lucha y amor por su familia.

William, oriundo de Aguachica, Cesar, llegó al barrio “Villa Maira” en Turbaco, escapando de la violencia y el paramilitarismo que azotaba su tierra natal. Fue una decisión forzosa, pero una huida necesaria para proteger a los suyos. Hoy en día, comparte su hogar con su esposa, Olga María Ramos, y sus dos hijos, Camilo Andrés y William José, jóvenes de 23 y 19 años, respectivamente. William José se encuentra prestando el servicio militar, mientras que Camilo Andrés trabaja en oficios varios.

La vida de William comenzó su trayectoria laboral en empresas como Robin Hood, Helados Mickey y Crem Helado. Encontró su verdadera historia laboral cuando obtuvo el empleo en la reconocida tienda Isabelita, lugar donde anteriormente se realizaba el proceso de empaque de los helados e iniciaba la venta, ahora parte de Calle del Coco.

El sonar de la campana del carro de helados inicia a las 10 de la mañana, recorre la Avenida principal, el barrio La Granja, y Malibú. Su recorrido termina alrededor de las 8 de la noche, y los fines de semana, la jornada se extiende hasta las 9 de la noche. Sorprendentemente, ha estado llenando de amor y sabor a familias durante 35 años, vendiendo helados con pasión y dedicación.

Sin embargo, su camino hacia el éxito no siempre estuvo pavimentado de dulces. Tras el retiro forzoso por la violencia, se vio trabajando como albañil. Llegó a Turbaco y residían en el barrio Las Cocas, pero gracias a una casa subsidiada por el Gobierno en Villa Maira, le permitió darle un giro a su vida. Ya son 8 años de William, su familia y sus dos compañeros perrunos de estar viviendo allí, en esa acogedora casa blanca, paredes rosadas con baldosas de piedras y destellos azules, bajo una loma donde logras ver el turno de buses de San Pedro y la zona rural que los acoge.

Aunque el esfuerzo nunca le ha faltado, lo que más le afecta son las lluvias. Un día con tormenta significa tomar el paraguas y salir a como dé lugar para tener ventas, ya que el trabajo se remunera según las ventas. William cuenta que viven del día a día; en días buenos puede vender hasta 150 mil pesos, mientras que en los días más tranquilos, alcanza entre 40 mil y 50 mil pesos. El barrio «La Granja» es su punto caliente de ventas, donde los residentes disfrutan de sus productos. Además, tienen un rebusque en su casa con la venta de cubetas de hielo; cuando se acercan las horas de comer, los vecinos llegan a comprar cubetas que previamente tienen organizadas en un congelador en la mitad de su sala.

La vida de William fue marcada por momentos difíciles. Recuerda en 2009 cuando sufrió un accidente mientras trabajaba con un compañero. Cada uno llevaba su carro rojo de helados, en el momento en que un automóvil fuera de control los embistió a alta velocidad, cobrando la vida de su colega y dejando a William con múltiples fracturas. El mayor impacto lo llevó en su pierna, por lo que estuvo hospitalizado durante una semana en el Hospital Madre Bernarda. Contó con la suerte de una recuperación rápida que le permitió seguir laborando.

El amor y el compromiso de William se hacen aún más evidentes cuando habla de su esposa, Olga María. Ella, ama de casa, enfrenta una isquemia cerebral que la dejó parcialmente paralizada. Acompañarla a sus citas médicas y terapias, además de encargarse de recoger sus medicinas, se convirtió en una tarea que consume tiempo y recursos. El transporte en motocarro es necesario debido a la complejidad de la enfermedad de Olga María y representa un gasto adicional que afecta sus ingresos, pero William manifiesta que está dispuesto a hacer lo que sea necesario para cuidar de su esposa.

En medio de todas las dificultades, William tiene un mensaje para los jóvenes que buscan un camino en la vida: «Dedíquense a estudiar y a salir adelante. Aunque la vida siempre pone piedras en el camino, encontrarán un hermoso destino al final». Con una sonrisa en el rostro y la gratitud en el corazón, nos recuerda la importancia de agradecer a Dios por cada día de vida.

La historia de William es un testimonio de resistencia y amor inquebrantable por su familia. Su vida es una lección de perseverancia que inspira a todos los que tienen el privilegio de conocerla.

Así fue cómo conocimos la vida de William, sentadas en dos sillas Rimax en la sala de su casa. Terminó la conversación y agradecido por habernos tomado el tiempo de acercarnos a su vida, nos acompañó hasta tomar el bus a unos cuantos metros de su casa. Pidió disculpas porque se apenaba de su estilo de vida y sin dudarlo, le dijimos que no se preocupara; para nosotras, es admirable lo que ha logrado. Subimos al bus y ¡adiós, Juancho!, mientras él se preparaba para partir a empacar sus helados.

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