Este testimonio es el retrato íntimo de un duelo silenciado, un reflejo de tantas vidas que cambiaron para siempre.
Cuando leí la investigación desarrollada por la Universidad del Norte, titulada “Diseño y evaluación de un programa de intervención comunitaria para abordar los efectos postpandemia por COVID-19 en la salud mental de familias vulnerables en la región Caribe”, observé que, tras la pandemia, los casos de ansiedad y depresión aumentaron en un 25% a nivel nacional e internacional. Y aunque yo no sabía de porcentajes, sabía de ese nudo en el estómago, de esa falta de aire que me apretaba el pecho cuando intentaba pensar en el futuro.
Hace 4 años mi vida cambió para siempre. Nadie te prepara para ver cómo el mundo se cae lentamente y por pedazos en tan pocos días. La última vez que vi a mis padres pensé que volverían. El COVID-19 no solo me los arrebató, también me quitó un pedazo de mi alma. Esta no es una historia de números según el Estado, sino de dolor, de ausencias, de abrazos que ya no llegarán, de noches sin dormir y de la lucha constante por aprender a vivir sin ellos.
Mi nombre es Sindy Milena Guillen Ibarra* y un virus demasiado destructivo como lo fue el COVID-19 me arrebató a mis padres y les impidió volver a casa. Un día que pintaba ser normal se volvió la peor pesadilla de mi vida; ese fue el último día que vi a mis padres y no lo sabía. La vida te puede cambiar en instantes y la mía dio un giro inesperado en menos de un mes. La vida me enseñó de la forma más horrible que un “pronto vuelvo” puede convertirse en un “adiós” sin aviso y para siempre.
Mi padre falleció a las 10 de la noche del 10 de junio de 2021, a sus 54 años. Estábamos todos en la casa descansando y nos llamaron para que fuéramos al hospital urgente porque a mi papá le dio un infarto y cuando llegó mi hermano al hospital ya había fallecido.
Mi madre falleció a las 6 de la mañana del 28 de junio del mismo año, a sus 52 años. Yo estaba dormida cuando mis hermanos recibieron la llamada en la que informaban que había infartado y que fuéramos al hospital, pero cuando llegamos ya había fallecido. Fue muy doloroso entender que mi vida había acabado completamente.
El virus que rompió corazones
El COVID-19, un virus cruel que arrasó con millones de vidas, se llevó a mis padres en cuestión de días. No hubo besos ni abrazos de despedida, no hubo tiempo para analizar lo que pasaba, no hubo una última llamada, solo noticias desgarradoras. Aún no lo asimilaba, pero mi mundo cambió y me encontré en una pesadilla de la que no podía despertar y que aún no creo que sea real.
Los días empezaron a sentirse vacíos, no había saludos de buenos días, ni nadie que te recibiera al llegar del colegio luego de volver a la presencialidad. Había noches que no quería que llegaran porque sabía que ellos ya no podrían compartir con mis hermanos y conmigo. Las risas, los abrazos, sus voces e incluso los regaños quedaron solo en recuerdos.
Aprender a vivir con el vacío
Aprendí a vivir con esa ausencia. A sentarme en la mesa y que ellos hicieran falta y sobraran sus platos de comida, a mirar hacia la puerta sabiendo que ya no volverían a entrar, a apagar las luces de la casa y no escuchar una despedida de buenas noches. Me acostumbré, pero nunca los olvidaré.
Ver cómo la gente hablaba del virus como cifras, estadísticas o gráficas, pero yo lo vivía como un vacío. Cada vez que en las noticias decían que había picos de contagios, yo solo podía pensar que ya nada podría quitar el vacío y el dolor que me dejó esa enfermedad que ahora es algo tan normalizado.
Con el tiempo mis amigos, mis vecinos y hasta mis familiares dejaron de preguntarme cómo me sentía. Es como si todo se hubiera alineado y todos empezamos a decidir que era hora de seguir adelante.
Muchas veces me siento a escribirles cartas que sé que no van a leer, pero les gustarían demasiado, o cuando encuentro algún momento en que no me sienta para nada bien, solo miro al cielo y les hablo; les cuento cómo fue mi día, cómo me está yendo en la universidad y cosas de mi vida. Otras veces, para decirles cuánto los extraño. Es mi manera de sentirlos cerca, aunque ya no estén, y es como esa forma que tengo para intentar no olvidarlos, de no dejar que eso de lo que todavía nos acordamos se vaya borrando poco a poco.

Mis amores más preciados
La ausencia de mis padres no fue fácil para nadie, sobre todo para mis hermanos Sergio y Javier. Verlos lidiar con la pérdida de papá y mamá fue desgarrador. Ellos son el pilar más incondicional de mi vida. A veces observaba que en sus rostros había un dolor silencioso. Sus ojos, antes llenos de alegría, ahora reflejaban una tristeza profunda. No hubo gritos ni lágrimas desbordantes en público; el sufrimiento era interno, una herida que se negaba a sanar, pero tenían que ser fuertes, debían mostrarle fortaleza a una niña de 15 años. Esa niña era yo…
Recuerdo las noches en que no podía dormir, los escuchaba caminar. A veces me asomaba y los encontraba sentados en la sala, con la mirada perdida en medio de tanto por lo que estábamos pasando. Podía sentir el peso de su angustia, la lucha por comprender y aceptar lo que había sucedido.
Pero la vida no les dio tregua para el duelo. De la noche a la mañana la carga de nuestra pequeña familia recayó sobre sus hombros. Me observaban a mí, a su hermana menor, con una mezcla de preocupación y determinación. Fue un cambio abrupto. De ser mis hermanos mayores, mis compañeros de vida y muchas veces confidentes, a ser esos ángeles de la guarda e incluso mis figuras paternas y maternas a la vez.
La responsabilidad de mi cuidado los obligó a dejar de lado su propio dolor en muchos momentos. Veía cómo se esforzaban por mantener una fachada de fortaleza, por ofrecer consuelo y seguridad, incluso cuando ellos mismos estaban rotos por dentro. Hubo días difíciles, de discusiones, de silencios incómodos, porque todos estábamos lidiando con la misma pérdida, pero de maneras diferentes.
A pesar de los desafíos, mis hermanos nunca se rindieron, su inquebrantable compromiso con nuestro bienestar fue lo que nos mantuvo de pie, aprendieron a tomar decisiones difíciles y a sacrificar sus propios deseos por nuestro futuro. Cada logro mío, por pequeño que fuera, ellos me demostraron que era lo más importante para su vida y que todos sus esfuerzos no eran en vano.
Hoy, al verlos comprendo que todavía hay heridas, pero también la increíble fuerza que han desarrollado. No diría que han superado la pérdida, porque esas ausencias siempre estarán presentes. Sin embargo, han aprendido a vivir con ellas, a honrar el legado de nuestros padres a través de su propia vida, a través de la dedicación incondicional hacia mí. Mis hermanos son el vivo ejemplo de que, incluso en la adversidad más profunda, se puede encontrar la fortaleza para seguir adelante y construir un futuro. Especialmente mi futuro.
Cuando la tristeza se transforma
Al principio creí que el dolor era algo que con el tiempo pasaría, que llorar por las noches, no tener ganas de levantarme o de hablar con nadie era parte del duelo. Comencé a notar que la tristeza me estaba consumiendo. No era solo estar triste, era no sentir nada, era despertarme cada día con un peso y un dolor inexplicable en el pecho que, aunque lo intentaba, no se iba.
La ansiedad empezó a llegar a mi vida de un día para otro; de repente me daba miedo que alguien se enfermara o que alguien me dijera que se sentía mal, porque cada cosa de esas me devolvía a todo lo que vivimos en mi casa. Me sentía demasiado sola y me preguntaba por qué. Era que me estaba todavía adaptando a la nueva vida que iba a tener. Durante todo ese tiempo perdí el apetito, la energía y muchas otras cosas.
La investigación que mencioné lo describía con precisión: el 46% de los jóvenes reportaron tener menos motivación para realizar actividades que normalmente disfrutaban, y el 36% se sentía menos motivado para realizar actividades habituales.
Y cuando vi los nombres de los autores de ese estudio, noté que había un nombre que se me hacía conocido, el de la profesora Elsy Mercedes Domínguez de la Ossa, luego supe que era profesora de la Universidad Tecnológica de Bolívar en la que me encuentro estudiando. Leer su nombre ahí, en un texto que describe con tanta precisión la situación por la que pasé, fue como si una luz se encendiera en medio de mi propia oscuridad.
Busqué atención psicológica. La primera vez que hablé con una terapeuta solo lloré. No sabía por dónde empezar. Pero fue ahí donde comenzó el verdadero camino de regreso. Aprendí a ponerle nombre a lo que sentía: ansiedad, duelo no resuelto. Aprendí que sentir dolor no me hacía débil, que expresar lo que me pasaba era un acto de valentía.
Empecé a construir rutinas, a encontrar pequeños momentos de calma. A veces salía a caminar con música, otras simplemente escribía todo lo que sentía. Empecé a decir “no estoy bien”, cuando no lo estaba. Dejé de fingir y poco a poco mi mente dejó de ser mi enemiga.
Hoy no puedo decir que estoy 100% bien, pero sí estoy aprendiendo a sobrellevar las cosas y eso para mí es un logro bastante grande. He aprendido a cuidarme, a reconocer las señales de alerta, a hablar sin miedo sobre la salud mental, porque entendí que no se trata de “superar” lo que pasó, sino de aprender a vivir con ello, sin que me destruya.
A veces cierro los ojos y juro que puedo oler el arroz que preparaba mi mamá. Ese olor que se mezclaba con el sabor del pescado frito. Mi mamá era una reina en la cocina, no necesitaba recetas, solo intuición, sabor y cariño. Ella decía que la comida no se cocina solo con las manos, sino con el amor y cada vez que entraba a la cocina se transformaba.
Recuerdo las mañanas de domingo cuando me despertaba con el olor del desayuno: cebolla, ajo, tomate… todo mezclado en la sartén. Mi mamá cantaba mientras cocinaba, como si estuviera conversando con la comida y mientras preparaba lo que más nos gustaba a nosotros, me hablaba de sus recuerdos de infancia me contaba que le gustaba la cocina porque era otra forma de demostrar amor.
Después de que ella murió, durante mucho tiempo no pude entrar a la cocina. El silencio allí era insoportable, ya ni las canciones que a ella le gustaban las escuchaba. Pero ahora, algunos días, cuando me siento con fuerzas, intento hacer sus recetas. No me quedan igual, claro que no, pero muchas veces intento dar lo mejor de mí para tener una parte de ella conmigo.
Y mi papá era el equilibrio. También cocinaba bastante, en ocasiones especiales; también era el primero en probar la comida. Se sentaba en la mesa con esa sonrisa que le llenaba la cara y decía: “Esto está tan bueno que me dan ganas de montar un restaurante”.
Conociéndolos a través de los recuerdos
Ahora que ya no están, esos recuerdos me sostienen. Cuando me siento débil o vacía, vuelvo a esa cocina, a la voz de mi mamá diciéndome: “Prueba esto, dime si le falta sal”; a la risa de mi papá con el plato aún caliente en la mano. Y aunque duela, también reconforta.
Hoy estoy en la universidad, estudiando Comunicación Social, y cada clase es un pequeño triunfo, nunca pensé que llegaría tan lejos, hubo un tiempo en que apenas podía levantarme de la cama, y ahora escribo, investigo y expreso lo que una vez no podía ni nombrar.
Estudiar comunicación me ha enseñado el poder de la palabra, la importancia de contar historias como la mía, no para dar lástima, sino para abrir puertas, para que otros se vean reflejados y sepan que no están solos.
Pero mi sueño va más allá, quiero estudiar marketing porque siempre me ha gustado todo lo que hay detrás de una empresa y explorar todo aquello que tiene.
Me gustaría ayudar a muchas personas a decidirse a tomar ayuda psicológica; eso no es nada malo, al contrario, todo eso te ayuda a sanar cualquier tipo de herida, por más sencilla que sea, porque si algo me dejó este camino es la certeza de que la salud mental importa. Que nadie debería pasar por el dolor emocional en silencio, como yo lo hice. Quiero ser esa voz que yo necesité, quiero acompañar, escuchar, tender la mano a quienes no saben cómo salir de sus problemas.
Mis padres ya no están, pero su amor me sigue guiando. Mi mamá, en cada paso, en cada sonrisa cálida que intento dar. Mi papá, en cada palabra de aliento que guardé en el alma. Ellos soñaban con verme triunfar y, aunque no estén físicamente, sé que caminan conmigo. Y que triunfaré con ellos a mi lado.