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Hijo del Caribe: El hombre que cayó del cielo y siguió corriendo

Créditos
Sarai Lopez y Jean Carlos Navarro, estudiantes del Programa de Comunicación Social
Fredy Navarro con una de sus estudiantes en una importante competencia. // Foto: Jean Carlos Navarro
Fredy Navarro con una de sus estudiantes en una importante competencia. // Foto: Jean Carlos Navarro

En Cartagena, donde el sol parece hacer pacto con la piel y los vientos susurran historias viejas entre las palmas, nació Fredy Navarro Zurique un 5 de enero de 1958, como si el Caribe mismo lo hubiera soplado con fuerza a este mundo. Fue el segundo hijo de Francisco Navarro, conocido como Pacho, y de Alicia Zurique, una mujer estricta y decidida, que velaba porque sus hijos anduvieran siempre por el camino recto, aunque el viento soplara en contra de vez en cuando.

Fredy no nació para quedarse quieto. Apenas pudo caminar, su vida fue un trote entre el asma y la perseverancia. La medicina convencional lo había dado por perdido, pero Alicia, armada de brebajes, libros de medicina natural y la determinación de una madre que no acepta un “no” por respuesta, lo fue trayendo de vuelta.

“Lo dábamos por muerto, así decían los doctores”, contaba ella como si aún le ardiera la memoria de esos días.

Pero el niño que debió apagarse como una vela en la brisa, terminó aprendiendo a correr contra el viento. Su infancia fue un viaje entre dos riberas: la Cartagena de su nacimiento y el Magangué de su crianza, donde la familia se mudó cuando Pacho fue nombrado rector. Allí, entre los mangles y los atardeceres que pintaban de cobre el río Magdalena, Fredy aprendió a lanzar anzuelos, a sembrar, y a mirar el cielo como si en él siempre hubiera algo por alcanzar. Su asma no desapareció, pero aprendió a convivir con ella como con una cana terca que lo seguía día y noche, sin permitirle olvidar que la vida era una carrera de resiliencia.

Cuando volvieron a Cartagena en 1972, Fredy era otro. Entró al Liceo Bolívar con la firmeza de quien ya había peleado con su propio cuerpo y le había ganado una primera batalla. Y allí empezó una carrera que no terminaría nunca: primero fue el baloncesto, donde su energía empujaba los límites del aire. Después, el atletismo, gracias a un entrenador que vio en él un diamante aún sin encontrar.

“Métase en el atletismo, usted sirve pa’ eso”, le soltó una tarde Hernando Gutiérrez, sin saber que con esas palabras estaba despertando una leyenda.

Fredy alistándose para entrenar. // Foto: Sarai Lopez

Pero a veces, incluso los más inquietos se detienen. En 1976, tras terminar el colegio, Fredy pasó un año sin rumbo claro, como si la brújula interna que lo había guiado hasta entonces se hubiese confundido. Su madre, preocupada de que esa pausa se volviera costumbre, hizo las llamadas necesarias y lo envió a una finca en Broqueles, Antioquia, a trabajar como administrador. Allá, entre cultivos y amaneceres envueltos en neblina, Fredy conoció la rutina del campo: dura, callada y noble. Pero también entendió que los mejores logros se consiguen con disciplina y silencio.

Alicia, otra vez con la firmeza de quien guía sin soltar la cuerda, le puso una condición: si no quería quedarse para siempre entre gallinas y sembrados, debía estudiar. Fue así como Fredy se matriculó en la Corporación Universitaria de la Costa (CUC), en Barranquilla, para estudiar Educación Física.

Y aunque la vida de estudiante no siempre fue fácil “había que estirarse los pasajes y comer bollos con queso y agua”, en él había una energía que no se dejaba vencer.

Tan pronto pudo, empezó a trabajar a escondidas en dos colegios: el Agustín Nieto y Las Vegas. No lo hacía por vanidad ni por capricho, sino con un propósito secreto: regalarle algo a su papá. Con su primer sueldo, compró un suéter y se lo entregó a Francisco con una mezcla de miedo y ternura que no necesitó palabras. Fue su manera de decirle “gracias” por todo lo que había hecho, por cada esfuerzo callado, por cada madrugada en que el padre salió a trabajar mientras los demás dormían.

Ese gesto, sencillo pero hondo, habla de un Fredy que no solo corría por las pistas, sino también por los afectos. Uno que sabía que no basta con llegar a la meta si no se honra el camino

Y fue justamente en ese camino donde volvieron las palabras de Hernando Gutiérrez, el entrenador que con una sola frase le cambiaría el destino. “Métase en el atletismo, usted sirve pa’ eso”, le dijo sin mayor ceremonia. Fredy le hizo caso. Comenzó con el lanzamiento de jabalina y en poco tiempo ya estaba en el podio, como subcampeón nacional. Pero aquello apenas era el prólogo. Porque lo que venía después era una carrera con diez pruebas, cien obstáculos y mil historias: el Decathlon.

Los inicios de Fredy en jabalina. // Foto: Cortesía

Fredy no sabía qué era el decatlón cuando le tocó enfrentarlo. Solo sabía que Nando Gutiérrez lo había inscrito. “Métase al octatlón que usted sirve pa’ esa vaina”, le soltó con la misma certeza con la que los viejos pescadores predicen tormentas. Y Fredy, con esa mezcla de miedo y confianza, se metió.

El octatlón le exigía velocidad, fuerza, resistencia y técnica. Le pedía correr, lanzar, saltar y resistir. Pero a Fredy no le asustaban los desafíos: los coleccionaba. Era como si cada prueba fuese una puerta más a la que tocaba para descubrir de qué estaba hecho. En 1978, su vida dio un giro cuando, entre cursos de formación deportiva, le tocó convivir con un entrenador ruso que no hablaba mucho español pero que sí sabía leer cuerpos y almas.

“Con las capacidades que tú tienes y todo lo que haces deberías hacer más, si no, eres un cobarde”, le dijo una noche, con voz grave y acento de vodka.

Fredy nunca olvidó esa frase. Lo sacudió como un relámpago en cielo despejado. No por la dureza, sino por la verdad que llevaba dentro. Lo que para otro sería una crítica, para él fue un reto.

Ese mismo año, impulsado por ese eco extranjero, Fredy participó en su primer decatlón completo representando al Atlántico. Diez pruebas, dos días de competencia y un solo objetivo: terminar. Pero no solo terminó. Lo ganó. Se coronó Campeón Nacional. Era el año 1978 y el Caribe tenía, sin saberlo aún, a uno de sus atletas más completos.

La noticia no tardó en correr por las pistas y los periódicos. Un diario local tituló con ingenio y orgullo costeño: “Un Costeño Completo”. El titular le quedó como un traje a la medida. No solo resumía su hazaña, sino también lo que era: un hombre de mar y de sol que podía con todo.

Imagen del recorte de la noticia. // Foto: Jean Carlos Navarro

Pero en Cartagena no se quedaron callados. A la semana siguiente, otro diario local respondió con picardía: “Prestado de Cartagena”, reclamando, en broma o en serio, la pertenencia de Fredy. Porque, aunque en ese momento competía por Atlántico, nadie dudaba de dónde venía realmente. Era hijo de la arena, del viento cálido que sopla por la bahía, del corazón de una madre que no se rinde.

Fredy no se conformó con ganar. Ganar era solo el inicio. El decatlón le había mostrado un mundo de posibilidades y, entre todas, una le brillaba con especial encanto: el salto con garrocha. Aquella vara larga y flexible le permitía desafiar la gravedad, tocar el cielo por un instante y caer como si nada. Era una danza entre el cuerpo y el aire. Una coreografía exacta donde no bastaba la fuerza, hacía falta precisión y coraje.

En 1979 empezó a especializarse en esa disciplina. Pasaba horas entrenando, perfeccionando el ángulo del impulso, la velocidad de carrera, el momento exacto para doblar la garrocha y dejarse llevar. Mientras muchos dormían, él saltaba. Mientras otros hablaban, él caía en la colchoneta con una sonrisa de quien sabe que aún puede más.

Y ese más llegó.

En 1980 se celebraron los Juegos Nacionales. Fredy no solo compitió: se coronó nuevamente Campeón Nacional del Decatlón, consolidando su lugar entre los grandes. Esta vez no era una sorpresa. Esta vez era una confirmación. El muchacho que venció el asma con plantas y voluntad ahora era un símbolo de esfuerzo y disciplina.

1981, Fredy volvió a Cartagena como quien regresa del frente de batalla: con medallas, cicatrices y un aire de leyenda. Pero no volvió a descansar, volvió a sembrar. Consiguió un puesto como docente de Educación Física en el Colegio Departamental, que hoy lleva el nombre de Nuestra Señora del Carmen. Allí empezó a formar estudiantes como él mismo había sido: inquietos, rebeldes, con más energía que dirección.

Campeonato Nacional de Atletismo, categoría Mayores. // Foto: Cortesía

No solo enseñaba a correr, lanzar o saltar. Les enseñaba a creerse capaces, a tener disciplina y metas. Muchos jóvenes de la ciudad recuerdan a ese profe de cuerpo fuerte y voz firme, que les hablaba de campeonatos con la misma naturalidad con la que corregía una postura al correr.

Pero el cuerpo, como la tierra fértil, también se cansa.

1986 fue el año de la pausa forzada. Durante una práctica de vallas, una mala caída le afectó el lumbar. La lesión fue severa. Lo apartó de las pistas y lo obligó a aceptar algo que le dolía más que cualquier golpe: retirarse. Ese año, sin embargo, se consagró para siempre, marcando el récord departamental del Decatlón en Bolívar.

Fredy no se hundió en la nostalgia. Volvió al centro de su fuerza: crear, enseñar, levantar a otros. En 1988, junto a un amigo, fundó el gimnasio FredGar. Al principio, era un espacio modesto, con pesas y rutinas para bajar de peso, pero pronto se convirtió en un lugar de encuentro para cuerpos inquietos. Años después, tras separarse de su socio, el gimnasio mutó en FredDance, con enfoque en danza, ritmos y artes marciales. La esencia era la misma: mover el cuerpo, despertar el alma.

Y entonces, como si el destino estuviera empeñado en mantenerlo cerca de la pista, en 1990 recibió una visita inesperada. Un grupo de funcionarios de la Gobernación de Bolívar, entre ellos Idelso Puello, llegó con una propuesta: “Vuelve, pero solo para una competencia, solo para los Juegos de Empleados Oficiales”. Fredy dudó. Pero la pista era un vicio que nunca había superado.

Volvió.

Y no solo compitió, ganó. El Fuego seguía vivo.

El atleta nunca se había ido. Solo había aprendido a respirar de otra forma.

En 1992, ya en la categoría “Máster”, se coronó Campeón Suramericano. Tenía más de treinta años y aún seguía corriendo como si el viento lo empujara desde adentro. Pero el destino, otra vez, lo pondría a prueba.

1994. El viento seguía siendo su aliado, pero el cuerpo empezaba a mostrar sus límites. En un entrenamiento común, decidido a superar su propia marca —cuatro metros con garrocha, un muro invisible que lo desvelaba—, Fredy se lanzó con la fuerza de siempre. Pero algo falló.

La garrocha, su compañera de vuelo, se partió en el aire. El tiempo se suspendió.

Fredy cayó de pie, pero el impacto lo sacudió. Se dejó caer en la colchoneta, no por dolor inmediato, sino por una certeza: algo se había roto por dentro. Y así fue.

La lesión lo obligó a parar. Tomó un año de descanso, pero no fue inactividad: fue espera, fue reflexión, fue la calma antes del nuevo salto.

En el 95 en Medellín para una Competencia nacional. Quería probar si aún podía volar. La marca a vencer: 4.50 metros. Y lo logró. Se elevó. Flotó. Rompió la barrera. Pero al caer, “No me podía levantar”, dijo Fredy. Su espalda, herida desde antes, pidió tregua. Y Fredy, ahora sí, colgó los guayos… pero no el espíritu.

En 1997 la pista lo extrañaba, volvió ahora como entrenador. Ahora no corría, hacia correr. Su misión era formar campeones, no solo de pista, sino de vida.

En 2012, cuando ya parecía que todo estaba dicho, le llegó una carta. No venía con sellos dorados ni anuncios por radio, pero sí traía el peso de una vida bien vivida: era del entonces presidente Juan Manuel Santos, reconociendo su labor como formador de generaciones, como guía incansable de la juventud caribeña. Fredy no hizo fiesta, solo sonrió con esa calma suya, dobló la hoja con cuidado y la guardó entre sus papeles importantes. Dicen que esa noche no dijo mucho, pero sí encendió la radio y dejó que sonara una canción de Tito Nieves.

Carta del presidente Juan Manuel Santos a Fredy Navarro. // Foto: Cortesía

Después de esa carta, la historia no se detuvo. En 2014, una de sus atletas, Rosa Isela Ruiz, fue preseleccionada para el Mundial de Atletismo. Un año después, viajó a Jamaica para un curso de perfeccionamiento para entrenadores de velocidad. Volvió con la energía de un joven que apenas empieza, y en ese mismo año, dos de sus pupilas se subieron a lo más alto del podio: Neyla González como campeona suramericana en Paraguay y María Cecilia Díaz como campeona nacional en Argentina.

En la Escuela Naval de Cadetes Almirante Padilla, donde enseñó durante años, se volvió leyenda: no por el uniforme, sino por la disciplina que dejaba en cada paso. Y junto a su compañero Joe Blandón, reescribió la historia del atletismo escolar. Lo que antes era un botín escaso de tres o cuatro medallas en los Juegos Intercolegiados, se convirtió, gracias a ellos, en una cosecha de más de veinte. Un milagro cotidiano, forjado en sudor y zapatillas rotas.

Pero en 2017, Fredy decidió dejar la Escuela. No fue un adiós triste, fue un hasta luego necesario. Tenía un sueño viejo que lo rondaba como brisa de playa en madrugada.

Quería formar desde otro lugar. Así que, en 2018, al lado de su esposa y sus hijos, empezó un nuevo capítulo, menos público, pero igual de profundo: sembrar inspiración en cada rincón donde se hable de deporte, esfuerzo y amor.

Hoy, Fredy Navarro Zurique sigue allí. No en los titulares ni en las vallas publicitarias, sino en las piernas veloces de un niño que quiere llegar primero, en los consejos que un entrenador repite como si fueran mantras, en los aplausos que estallan en alguna cancha de Bolívar.

Sigue ahí, como un hijo del Caribe que cayó del cielo y no dejó de correr nunca. Como un atleta completo sembrado en arena caliente, que aprendió que las segundas oportunidades no se anuncian, simplemente llegan… y hay que estar preparado para recibirlas.

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