Max Thiriez, artista cartagenero con síndrome de Down, ilustró su primer pez payaso a los diez años. Hoy lidera “Todos Somos Arte”, un proyecto inclusivo que ha beneficiado a más de 200 niños y niñas, y sueña con un taller propio en el Centro Histórico de Cartagena.
En la emblemática ciudad amurallada de Cartagena de Indias, muchos son los habitantes que llegan con sueños colgados del hombro. Desde hace muchos años se puede percibir el gran anhelo de un niño que, con el paso del tiempo, ha intentado atrapar los colores del mar en su pequeña libreta.
Con una estatura de aproximadamente 1.70, cabello lacio color castaño, piel blanca, ojos ligeramente verdes y con su orgullosa copia del cromosoma 21 que lo lleva con normalidad (síndrome de Down), Max Thiriez fue un chico que desde temprana edad presentó una fascinación por los colores y la pintura. Siempre acompañado por un pez payaso en su imaginación, que pronto plasmaría en uno de sus lienzos.

Mi primer pez
Dicen por ahí que un pez payaso aún adorna la sala de estar de una familia de la élite cartagenera. Nadie sabía de dónde venía esa inspiración, si de las profundidades del Caribe o de la brisa que traía la sal, pero lo cierto es que un día, pincel en mano, Max logró “pescarlo”.
Ese primer cuadro, pintado con la curiosidad de un niño y la paciencia de quien sabe esperar los atardeceres, fue apenas el inicio de una travesía que el síndrome de Down no detuvo, sino que iluminó con una mirada más sensible a la belleza.
Un arte que incluye

Ahora, con 44 años y la seguridad de quien sabe nadar contra la corriente, lidera Todos Somos Arte, un proyecto que ha tocado la vida de más de 200 niños y niñas. Muchos de ellos tienen discapacidad cognitiva, otros provienen de barrios con menos oportunidades, pero todos comparten algo: el deseo de expresarse con el pincel.
Tal cual como lo expresa su amiga y compañera de trabajo Nivia Escorcia: “Él es un creativo. Es un creativo que juega con los colores. Pero también es muy amable con la gente. Es generoso, y su generosidad se muestra en que él quiere compartir con todos los niños los espacios que él tiene. A él le gusta que, en el espacio que él disfruta, los niños también lo disfruten y estén con él”.
En talleres en Fundación Rey, Fundación Acción y Vida, Cooperación Española, Museo Naval, Club Cartagena, Biblioparque de San Francisco, Claustro de La Merced, Unidad Kumon y otros espacios, Max combina la teoría de los colores primarios, secundarios y terciarios con prácticas de luz y sombra. Cada sesión es un carnaval de colores y sonrisas, donde el artista guía a sus alumnos con la misma dedicación con que aprendió él.
Allí, en esos espacios vivos, el síndrome de Down deja de ser una barrera para convertirse en puente. Max no solo enseña a pintar; enseña a creer. Su presencia serena y entusiasta, su forma pausada de explicar cómo se mezclan el rojo y el amarillo para crear el naranja, hace que todos los niños se sientan capaces.

Estas enseñanzas y valores no son más que una semilla que plantó su madre desde mucho antes, y es precisamente por eso que Max afirma: “Mi mamá es el motor de mi vida”. Administradora de profesión, ella descubrió temprano su amor por la pintura y le decía: “Maxi, vete hacia adelante, explora nuevos horizontes”. Ese aliento nunca cesó, incluso cuando las etiquetas sociales querían intimidarlo. Ese respaldo incondicional, sumado a su entrega y constancia, comenzó a rendir frutos en formas inesperadas.
Vendiendo sueños
Vender su primer pez payaso fue un momento clave. “Me sentí una persona normal. Particular”, recuerda Max. Luego se impulsó con la venta de tres cuadros en el Club Cartagena y siete en el Club Naval. Cada venta reafirmó que su condición no limitaba su talento, sino que le daba una voz única.
Y cada pincelada lo fue acercando a nuevas personas que creían en su talento. Fue así como conoció a Nivia Escorcia, una mujer que no solo se convirtió en su amiga, sino en una de sus colaboradoras más cercanas dentro del proyecto.
Nivia Escorcia, su amiga y colaboradora, describe el arte de Max como un puente: “Maxi me enseñó cómo hacer ese juego de luces y sombras, porque era un atardecer. Entonces estaba el sol ya metiéndose. Hicimos un atardecer color naranja, fue muy bonito, como con un bohío de fondo. Y me di cuenta de que pintar me gustaba, o sea, que me gusta pintar”.
Desde entonces, comenzaron a compartir mucho más que pinceles y colores, diseñando así cada taller, donde Max hace el boceto, Nivia ajusta la parte técnica y, entre ambos, celebran cada trazo de los niños. Y con el tiempo, esa complicidad fue contagiando a otros.
En todos los lugares donde Max llega, nace una pequeña familia de pinceles: niños, mamá, papá y hasta la abuela participan. Esa misma ilusión que despierta en cada encuentro se convierte ahora en el motor de un nuevo sueño.

Un sueño por venir
El siguiente paso que quiere recorrer Maxi, como le dicen de cariño, es un taller propio en el Centro Histórico, dirigido a adultos al inicio. “Más adelante, vendrán los niños”, sonríe Max. Quiere un refugio donde cada pincelada refleje inclusión y amor al color, un espacio donde el síndrome de Down sea reconocido como fuente de sensibilidad y fuerza.
Con esa visión clara, Max continúa trabajando día a día, construyendo desde el presente ese espacio soñado. No espera a que el taller exista para comenzar a transformar vidas; ya lo hace con cada brocha, con cada sonrisa compartida en sus talleres. Ese anhelo no se queda en palabras: se transforma en cada encuentro, en cada taller donde Maxi deja una huella profunda.
Al final de cada taller, Max regala algo más que cuadros: regala confianza. Con cada pincelada enseña que el arte no entiende de etiquetas ni límites, que todos somos color, todos somos luz, todos somos arte. Y que siempre habrá un pez payaso nadando en nuestra imaginación, esperando ser pintado.
Max Thiriez, con su cromosoma extra, con su mirada dulce, con su risa serena, ha logrado lo que muchos artistas anhelan: dejar huella. Y esa huella, sin duda, está llena de colores.