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Canal de bendición

Créditos
Dennys Saray Pérez Puello, María Paula Vasquez Sánchez, estudiantes del programa Comunicación Social
Yefris Liñán animando en Picardías. // Foto: cortesía
Yefris Liñán animando en Picardías. // Foto: cortesía

 

 

Yefris Liñán, mejor conocido como Yepi, es un joven cartagenero que convirtió su historia de lucha y rechazo en inspiración. Con el amor de su familia adoptiva, la fe y su chispa natural, encontró su propósito: hacer reír, alzar su voz y ser un canal de bendición.

“Yo parecía una ratica”, dice Yepi, sin rodeos, como quien suelta una verdad vieja pero nunca olvidada. Lo dice suave, con una media sonrisa, como si hablara de otro, aunque esa historia todavía le corra por dentro. Y no es difícil imaginarlo: flaquito, morenito, con los ojitos grandes y las costillas marcadas. Apenas un suspiro de vida, recién salido al mundo, peleando desde el primer día por quedarse. Y ahí empezó todo, con ese cuerpo chiquito, batallando contra lo que nadie apostaba.

Yefris Liñán, mejor conocido como Yepi, vino al mundo con la vida en contra. Desde la barriga ya traía líos. Su mamá biológica, inocente, pensaba que lo que le estaba creciendo era pura gordura. Que, si la barriga se inflaba, era por la comida, no por un bebé. Pero esa “gordura” siguió creciendo, y cuando al fin fue al médico, le soltaron la verdad sin anestesia: estaba embarazada y dar a luz podía costarle la vida. A ella y al bebé. Nadie sabía si alguno saldría vivo. Pero salieron. Milagrosamente, los dos. Aunque Yepi no llegó solo: nació flaquito, con desnutrición severa, un soplo en el corazón, la lengua pegada al paladar y una jorobita que le doblaba la espalda. Como si la vida le estuviera avisando desde temprano que nada iba a ser fácil.

Yefris Liñán de pequeño. // Foto: cortesía

A los quince días de nacido, Yepi ya estaba enfrentando otro giro duro de la vida. Su papá biológico estaba preso, injustamente según cuenta, y sin un centavo para criar a un niño. Apenas salió, no tenía nada: ni trabajo, ni casa, ni forma de sostenerlo. Sin más remedio, lo puso en los brazos de su hermana, Rocío Ricardo. Ella, junto a su esposo Sergio Liñán, no lo pensó dos veces. Lo recibieron como un hijo. Desde ese momento no fue su sobrino, fue su niño.

No lo criaron como un favor, ni como una obligación. Fue amor de verdad. Rocío dejó de ser su tía para convertirse en su mamá, y Sergio en su papá. “Ellos me adoptaron como su hijo y me dieron su apellido. Tengo todo, así como su hijo normal. No soy de su sangre, pero ellos me criaron, me dieron la crianza, se gastaron todo en mí”.

La situación no era fácil. El pequeño Yepi había llegado con una lista larga de dificultades. Aquí en Cartagena no había recursos suficientes para atender todo eso, así que lo llevaron a Barranquilla, donde logró acceder a especialistas, terapias de lenguaje, atención médica adecuada y apoyo integral. Rocío y Sergio lo acompañaron a cada cita, a cada examen, a cada intento de mejora. Incluso cuando los médicos dijeron que no resistiría una operación al corazón, ellos no soltaron su mano. Yepi recuerda: “Me puse a escuchar detrás de la puerta y dijeron: ‘Este niño no aguanta la operación, está muy decaído, está muy flaquito’”. Pero ellos siguieron luchando, nunca lo dejaron solo.

Sergio Liñán, Yefris Liñán y Rocío Ricardo. // Foto: cortesía

El niño que quería decir “aguapanela”

 

Desde muy pequeño, hablar fue una de las batallas más grandes para Yepi. La lengua, pegada al paladar, no le dejaba formar bien los sonidos. Lo intentaba, claro que sí, pero lo que salía eran palabras enredadas, difíciles de entender. Las frases se le quebraban, las sílabas se le confundían. La gente lo escuchaba, pero no lo comprendía. Y eso, más que frustrarlo, lo fue aislando. Era como si tuviera mucho por decir, pero la boca no le respondiera.

Con el tiempo —y tras años de terapias— las palabras empezaron a tomar forma. Fue a los doce, más o menos, cuando los demás comenzaron a entenderlo con claridad. A partir de ahí, todo cambió. Por fin podía contar lo que sentía, hacerse escuchar. Aunque aún hoy hay palabras que se le escapan o se le traban, ya no necesita explicarse dos veces.

A los 24 años logró terminar el colegio. Una meta que parecía lejana para quien apenas cuatro años atrás había aprendido a leer. Pero lo logró, con paciencia y con una fuerza que no todos conocen. Porque para él, aprender no fue solo un proceso académico, fue una forma de demostrarse —y demostrarles a los demás— que sí podía.

“Yo no podía decir aguapanela”, cuenta, riendo mientras recuerda ese momento. La imagen de su familia celebrando cuando finalmente logró decir esas palabras es una de las más vívidas para él. Algo tan simple, pero tan significativo, para alguien que se tuvo que enfrentar al mundo con un lenguaje que no todos entendían. De niño, lo molestaban por cómo hablaba, se burlaban, lo imitaban, y eso le fue metiendo miedo. Empezó a callarse, a sentir vergüenza de hablar. Decía cosas como “ama apanela” o “ama, la pameba”, se enredaba todo, pero él quería que lo entendieran.

Fue en terapia donde todo empezó a cambiar. Una doctora le explicó qué era una meta y lo animó a ponerse una: decir bien “aguapanela”. Le sacaba la lengua, lo hacía repetir, lo acompañaba en cada intento, aunque a veces él gritaba del esfuerzo y la frustración. Pero no se rindió. Y una tarde, mientras se estaba bañando, de repente le salió clarito: “Mami, me falta mi aguapanela”. Lo dijo fuerte, sin enredos, y su familia no lo podía creer. “Wow, Yefris está mejorando”, decían. Ese día fue una fiesta. Desde entonces, empezó a ponerse nuevas metas. Una de las siguientes fue decir: “Mami, pásame la toalla”. Y así, paso a paso, fue ganando su voz.

Entre burlas y silencios

 

El bullying fue una constante sombra en su vida. Desde niño, Yepi fue etiquetado como “especial”, y esa palabra, lejos de ser una ayuda, fue una barrera. En las escuelas lo trataban diferente, lo señalaban, lo excluían. Por más que intentaba encajar, el rechazo era constante. Para huir de la soledad, buscó compañía en donde pudo, y muchas veces terminó rodeado de personas que no le hacían bien. “Me metí con gente mala”, dice. Jóvenes que fumaban marihuana, que se metían pepas, que vivían en el desorden.

Y le decían cosas como: “Niño, ven acá. ¿Tú quieres ser popular? Pues fuma marihuana, fúmate esto y verás cómo todo el mundo te copia. Ponte arete, quítate la ceja, ponte el corte del siete”.

Y en ese tiempo, él les hacía caso. No porque quisiera estar en ese mundo, sino porque deseaba llamar la atención, sentirse aceptado.

No solo sus amigos lo usaban. “Las chicas abusaban de mí”, dice con dolor. Por ser popular, muchas se le acercaban con sonrisas fingidas, palabras dulces y promesas vacías. Lo trataban bien solo para sacarle dinero, aprovechándose de su confianza. Le decían que lo querían, que lo apoyaban, pero apenas conseguían lo que buscaban, desaparecían. Ese tipo de engaños le rompieron la confianza, lo llenaron de inseguridades y lo llevaron a encerrarse más en sí mismo. Pero aún así, algo dentro de él seguía diciendo que tenía que seguir luchando.

Una chispa que nunca se apagó

 

Aunque no hablaba bien, Yepi tenía algo que lo hacía especial. Siempre fue el centro de atención, pero no de la manera en que suelen serlo los niños populares. A él lo seguían, lo observaban, y él lo sabía. Era su gracia natural para moverse, para expresarse, lo que lo hacía único. Desde muy pequeño, la gente notaba en él una chispa distinta, una facilidad para llamar la atención, para provocar sonrisas, para que todo el mundo se fijara en lo que decía o hacía. Tenía algo que parecía hecho para las cámaras, una energía que destacaba incluso sin proponérselo.

Yefris Liñán trabajando en Picardías. // Foto: cortesía

“Mi hijo es un personaje, por decirlo así, un personaje demasiado especial. Tanto es así que eso lo lleva como que, en la sangre, el querer ser pues una persona que llama la atención. Desde pequeño se le daba por imitar a todos los animales, se le daba por jugar a payasos, hacía circo en casa, les daba papelitos a los niños de invitación y me llevaba a la casa de niños, haciéndole todas sus piruetas y todo lo que él sabía hacer. […] Participó inclusive en el Teatro Heredia de Cartagena en varias ocasiones, donde se ganó muchos premios por medio de sus actitudes artísticas y lo que él quería hacer, que era como tener público. […] Por el momento pues es recreacionista en una gran empresa donde lo contrata, la empresa, él va y divierte a niños, adultos mayores, porque ya ha participado en todos esos procesos”, dijo Rocío Ricardo, su mamá adoptiva.

Y es que Yepi tiene una presencia que no pasa desapercibida. Es muy bajito, delgado, de piel morena, con el cabello corto y negro. Sus cejas gruesas y definidas, sus ojos grandes y expresivos, y unas marcadas líneas de expresión que, desde niño, acentuaban cada emoción que transmitía. Su rostro hablaba incluso cuando él todavía no podía hacerlo con claridad. Con el tiempo, se dio cuenta de que su talento no se quedaba en las paredes del colegio o de la casa. Se presentó por primera vez frente a más de cinco mil personas en un escenario, sin miedo, sin dudas. Su energía, su seguridad, su carisma estaban intactos. Porque lo suyo, más que una habilidad, siempre fue parte de su esencia.

De las risas caseras a los likes virales

 

En 2018, Yepi comenzó a subir videos a las redes sociales, al principio por simple diversión. Empezó grabándose solo, improvisando situaciones cotidianas con su estilo natural y espontáneo. Le gustaba hacer reír, llamar la atención y las cámaras se convirtieron en su aliado perfecto. Pero fue su mamá quien le dio la idea que marcaría el rumbo de todo: “¿Y por qué no grabas con tus sobrinas también?” Le parecía una buena forma de integrar a la familia y hacer los videos aún más entretenidos. Así fue como nacieron los clips con las “Traviesas”, como él las llama: dos de sus sobrinas que se convirtieron en sus compañeras constantes de contenido. Con ellas, inventaba personajes, armaban escenas, y sacaban carcajadas a quienes los seguían.

Lo que empezó como un juego familiar pronto se convirtió en un fenómeno viral. La cuenta creció rápido, y con ella, su visibilidad. Las ideas fluían con naturalidad, y cada video se compartía miles de veces. En un abrir y cerrar de ojos, Yepi pasó de ser un joven creativo en su casa a una figura reconocida en su ciudad, con más de doce mil seguidores en redes. Lo saludaban en la calle, lo reconocían en los centros comerciales, le pedían fotos como si fuera una celebridad. La fama lo alcanzó sin pedir permiso, y con ella llegaron también los altibajos de ser creador de contenido en un mundo digital cada vez más exigente. Pero para Yepi, todo valía la pena si al menos alguien sonreía con lo que hacía.

Uno de sus mayores logros fue cuando fue invitado al programa Control del Canal Cartagena. Para él, estar frente a las cámaras como humorista y creador de contenido fue un sueño hecho realidad. Desde hacía años lo visualizaba, y cuando por fin llegó ese día, no podía creer que estaba allí, en un canal tan reconocido, mostrando su talento. Aunque los nervios estaban presentes, la emoción de cumplir una de sus metas más grandes le dio el impulso para seguir creyendo en su camino.

Yefris Liñán en el programa Control del Canal Cartagena. // Foto: cortesí

Cuando la fama no basta

 

Sin embargo, no todo fue color de rosa. Con la exposición llegaron también momentos de confusión. “Me pinté el cabello de todos los colores”, dice mientras recuerda esa época. Con un tono de inocencia, Yepi relata cómo, entre la fama y la presión de ser siempre el centro de atención, a veces se perdió a sí mismo. De hecho, llegó un momento en que no quería que sus sobrinas aparecieran en los videos. Reconoce que fue un error, pero también una lección que le dejó el tiempo. Los seguidores esperaban más, y esa demanda lo desbordó. A medida que la fama crecía, también lo hacía su ansiedad.

El impacto de la fama fue inevitable. Cuando empezó a ser reconocido, a tener seguidores, likes y atención en redes, también comenzó a transformarse por fuera. “Se me subió la fama”, admite. En medio de ese personaje que fue construyendo, llegó a cambiar constantemente de imagen, pintándose el cabello todo el tiempo, un color distinto cada semana. Era su manera de destacarse, de mantener la atención, de no pasar desapercibido.

Hasta que llegó un momento en el que sintió que no podía más. Hace seis meses, Yepi estaba en su casa, una vivienda de dos pisos en el barrio 09 de abril, cuando tuvo uno de los momentos más oscuros de su vida. Sentado en la parte de arriba, con la ventana abierta, sintió que todo se le vino abajo. La fama ya no era la misma, los seguidores habían disminuido, los que antes lo admiraban, ahora lo ignoraban o lo criticaban. Se sentía solo, traicionado, cansado. Cargaba una rabia profunda: con su papá biológico, con la gente que le había hecho daño, con quienes le dieron la espalda, incluso con sus propios seguidores. La mente le jugaba en contra. “El enemigo en la mente diciéndome: ‘quítate la vida, nadie te quiere’”, recuerda con un nudo en la garganta. Se sentía vencido, vacío, sin propósito. Y por un momento, estuvo a punto de hacerlo. Estaba decidido. Pero en medio de ese silencio oscuro, algo lo detuvo. “Fue algo espiritual”, dice. Durante la entrevista, se le aguaron los ojos. Tuvo que tomarse un momento. Hablar de eso no era fácil, pero lo hacía porque sabe que muchos, como él, han estado al borde. “Dios ha estado conmigo a pesar de todo”, repite, con la fe de quien ha vuelto de un lugar muy hondo.

Picardías: el lugar donde volvió a brillar

 

En la actualidad, Yepi se ha distanciado de esa vida frenética. Ya no está centrado en las redes sociales como antes. En 2023, atravesando una fuerte crisis emocional y económica, decidió dejar incompleto el contrato con la agencia digital donde hacía videos, pues sentía que el pago no compensaba el esfuerzo que ponía. Fue entonces cuando una amiga, que tenía una panadería, le habló de Picardías, una empresa de recreación infantil. Sin pensarlo demasiado, Yepi mandó unos audios por WhatsApp diciendo que tenía muchas ganas de trabajar, sin experiencia, pero con toda la disposición.

Cuando se enteró de que había más de 100 personas aspirando y que solo escogerían a 20, se desanimó. En medio de esa duda, fue otra amiga la que lo animó con unas palabras que aún recuerda: le contó que su hermanito lo admiraba profundamente, que no era así con todo el mundo, pero que con él sí, que se emocionaba al verlo. Ese gesto lo tocó y lo impulsó a no rendirse.

Días después, recibió la noticia: había sido aceptado. Su jefe le asignó una madrina llamada Sharith, quien se convirtió en una guía fundamental. Al principio no fue fácil; le tenía miedo incluso a los globos. Pero Sharith, con una paciencia admirable, comenzó a enseñarle todo desde cero. Le enviaba audios por WhatsApp, le explicaba cómo vocalizar, lo ponía a repetir frases como “buenas tardes” y a practicar talleres con su voz. Porque, aunque Yepi enfrentaba muchas dificultades, también tenía una chispa natural, una alegría única que lo hacía brillar.

Animación con Picardías. // Video: cortesía

Del contenido al testimonio

 

Hoy, Yepi, a sus casi 30 años, agradece profundamente cómo lo recibieron en Picardías. No solo encontró un trabajo, encontró una familia que creyó en él. Aunque su contenido en redes ahora es más reflexivo y espiritual, sigue creando con el corazón. Está trabajando en nuevos proyectos junto a personas de gran trayectoria, y su historia ya no es solo de fama: es una historia de transformación, fe y gratitud.

A lo largo de su vida, Yepi ha aprendido a mirar hacia atrás no con rencor, sino con agradecimiento. Ha hecho de sus heridas parte de su historia, no como una carga, sino como un testimonio de resiliencia y fe. Quienes lo conocen de cerca destacan su capacidad para levantarse una y otra vez, incluso en los momentos más difíciles.

Sheyla Hernández, su compañera en Picardías, lo resume con sinceridad: “Él me apoyó, me enseñó todo, y eso lo hace con todas las personas que van entrando”. Para ella, Yepi es amable, genuino y con una chispa única. Aunque reconoce que su forma de ser a veces puede malinterpretarse, lo defiende con firmeza: “Puede llegar a ser un poquito hostigante, pero lo hace sin querer, en realidad”.

Sheyla recuerda que, en un momento de confianza, él le compartió su historia. Desde entonces, lo admira aún más: “A pesar de todos los problemas que tuvo, él se está superando”. Lo describe como creativo, trabajador y siempre en busca de nuevas formas de hacer bien las cosas. Incluso cuando no se siente bien, lo expresa con honestidad: “Él siempre dice: ‘No, la verdad es que hoy me siento mal, no vayamos a molestar o no vayamos a hablar hoy’”.

Después de todo lo vivido, Yepi no se define como un sobreviviente, pero su vida es testimonio de que, con lucha, fe y apoyo, todo es posible. Su historia no busca provocar lástima, sino inspirar. Porque, como él mismo dice, no se trata solo de sobrevivir: se trata de demostrar que, si él pudo, cualquiera puede hacerlo.

En los últimos momentos de esa fase oscura de su vida, Yepi recuerda con claridad lo que un pastor le dijo en una ocasión. Esa palabra lo marcó para siempre: “Eres un canal de bendición, eres un guerrero”.

Aunque en ese momento no comprendió el peso de esas palabras, con el tiempo comenzaron a cobrar un significado profundo. Para muchos, podría sonar una frase común, pero para él resonó como un recordatorio de su propósito, de las pruebas que había superado y de la misión que aún le aguardaba.

A veces, le costaba creer que aquel niño pequeño, frágil, luchador e incomprendido, podía transformarse en un canal de bendición; en alguien capaz de inspirar a otros, de levantar su voz, hacer reír, compartir su testimonio y su verdad. El pastor vio en él lo que él mismo no podía reconocer: un guerrero que, tras cada caída, se levantaba con más fuerza, más sabiduría y una determinación renovada para hacer una diferencia en el mundo.

Primer video hecho por Yefris Liñán. // Video: cortesía

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